Friday, August 25, 2006

Leonardo Sciascia

Operativo de desestabilización

Al reconstruir en Los apuñaladores, la novela de Leonardo Sciascia que acaba de publicar la editorial Tusquets, los hechos que tuvieron como escenario las oscuras calles de Palermo en 1862, cuando trece personas fueron apuñaladas por doce sicarios contratados, se intenta hacer ver —como en un negativo fotográfico— que las complicidades del poder tienen raíces muy antiguas, que no son nuevos los proyectos de desestabilización política y que la “estrategia de la tensión” no es un invento del siglo XX.
Cuando en 1976 empezó a circular la novela en Italia, los lectores de inmediato relacionaron el tema con los no pocos intentos e desestabilización que había habido en Italia desde principios de los años 70, como la bomba que estalló en piazza Fontana en 1972. La “estrategia de la tensión” la estaban inventando entonces, ya en 1862, dice el autor.
Las fechas que giran alrededor de 1862 y 1863 corresponden a los primeros años de la unidad italiana, cuyo punto de partida en Sicilia es el desembarco de Giuseppe Garibaldi en Marsala y cuyas primeras conmociones recrea admirablemente Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo. De lo que se trata aquí, en I pugnilatori (los apuñaladores o navajeros) es de una evidente conspiración para reinstaurar el orden borbónico. Algunas importantes estructuras de poder quedan intactas en la isla, en la nobleza y, lo que es más grave, en las fuerzas policiacas.
Realmente Italia es un país de 144 años, más joven que México, por ejemplo. Su existencia como nación formal data, como decíamos, de 1862, mientras que el cuerpo nacional mexicano está formalizado desde 1824, catorce años después de iniciada la lucha armada por la independencia. Así, más que histórica, Los apuñaladores es una novela de análisis histórico o, más específicamente, de ambiente judicial, de exposición penal en la que Sciascia lleva de la mano al lector por todos los detalles del colectivo delito y sus intenciones políticas. El novelista siciliano trabaja más como un investigador detective como un historiador que se mete en los archivos y, con todo el oficio del narrador educado en la literatura, reconstruye al detalle asuntos sepultados en el olvido.
Sicilia era entonces una colonia española, bajo el imperio de los Borbones. Y en ese momento Cavour y Garibaldi andaban en el proceso de armar a Italia como nación. En la primera noche de los “navajazos” o “apuñalamientos” uno de los agresores, Angelo D’Angelo, es apresado. Confiesa los nombres de sus secuaces e incluso de un intermediario que los contrató, pero se reserva la identidad del “mandante” (el instigador o autor intelectual en derecho mexicano) que poco a poco —por las investigaciones del procurador Guido Giacosa, piamontés, enviado del norte a Sicilia como el capitán carabinero Bellodi de otra novela del mismo autor, El día de la lechuza— se va relacionando con Romualdo Trigona, príncipe de Sant’Elia, senador del Reino, el hombre más rico, respetado y poderoso de Palermo.
Ni el mismo Giacosa se atreve a creer que el príncipe de Sant’Elia sea el instigador principal, sobre todo porque el nuevo gobierno no le ha escatimado cargos ni honores (en muchas ceremonias llega a aparecer incluso como representante personal del rey español); pero nuevos atentados refuerzan la hipótesis de la implicación de Sant’Elia.
“Estaba claro que aquellas puñaladas no podían tener otro objetivo que hacer recordar el orden que la policía borbónica sabía mantener.” Un tal Fancesco Ciprí resulta ser el que ha reclutado a todos los apuñaladores por cuenta del príncipe de Sant’Elia.
La clase social a la que pertenecía el príncipe, la misma que estaba dispuesta a saludar la restauración borbónica, sobrevivía intocada y fuerte. Tres de los apuñaladores fueron decapitados el 10 de abril de 1863. D’Angelo mereció una pena de veinte años, y los ocho restantes fueron condenados a trabajos forzados de por vida. El príncipe de Sant’Elia, por su parte, no fue arrestado ni procesado: tener poder es tener impunidad (en México, en Sicilia y en China).
Guido Giacosa se quedó con las pruebas en la mano, impotente, prefiriendo cualquier cosa antes que seguir por más tiempo en Sicilia. La misma noche del juicio regresó a Torino (Piamonte) para dedicarse al ejercicio privado de la abogacía.
“Creía que la derrota de la ley y de la justicia se debía a la propia Sicilia, a sus costumbres, tradiciones, forma de ser; al espíritu de este desgraciado país, mucho más enfermo de lo que podría presumirse.” Sin embargo, comenta Sciascia, el fracaso de la justicia, su derrota, se debía a Italia.
El gobierno de la Italia unida se comportó, en efecto como en 1978 el de la Democracia Cristiana ante el caso Moro: pasivamente.
“Para mí todo lo planeó el partido borbónico clerical, pues se traba de asesinar a gente para sembrar el terror y decir luego que la culpa era del al gobierno actual”, dice Mariano Stabile en una carta que le envió a Michele Amari en 1862. Las maniobras de desestabilización no son, pues, nuevas en el reino del Señor. Lo que movió Kissinger en Chile en 1973 o algún otro funcionario de Washington en Nicaragua en los años 80 es como la invención del paraguas del cuento: cuando al personaje lo sorprende un chubasco en plena calle piensa que sería bueno inventar una cubierta de tela con un palo, pero pronto se percata de que ya había sido inventado ese adminículo.