Tuesday, February 08, 2011

La memoria, el futuro


La memoria de Campbell

A 20 años de la publicación de
La memoria de Sciascia, de Federico Campbell.
Fondo de Cultura Económica; México, 1989

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La memoria de Campbell
por
Rodolfo Peña

Antes que nada, permítaseme, hacer una breve digresión introductoria, a mi juicio muy bien motivada. Cuando se preparó este acto de presentación del libro La memoria de Sciascia, de mi amigo Federico Campbell, el escritor de Racalmuto estaba vivo, aunque seguramente, según inferí después, tocado ya de muerte por la dolencia que a la postre lo llevaría a la tumba, y quizás mientras nosotros, quiero decir Guillermo Sheridan y yo, releíamos a Campbell y al propio Sciascia y tomábamos notas con miras a esta intervención, el autor de El contexto, sin detenerse por semejantes minucias, moría en Palermo. Esto sucedió el pasado 20 de noviembre de 1989 y cierta obsesión asociativa me lleva a recordar que el mismo día del mismo mes, sólo que setenta y nueve años atrás, en 1910, moría al amanecer el Conde Liev Nicolaievitch Tolstoi, autor de La guerra y la paz, en la mísera vivienda del jefe de estación del poblado de Astapovo; y también que aquí, en nuestro país, estallaba una eclosión social que confío en que, pese a todo, no haya sido enteramente olvidada y que más tarde, para efectos de simplificación histórica y de fácil manejo discursivo, se denominaría, con mayúsculas, Revolución Mexicana. Todo esto, como es comprensible, tiene que entristecernos un poco, por razones múltiples, por ello quisiera que estas páginas, además de un explícito reconocimiento a Federico Campbell por la certera y visionaria elección de su personaje y la acuciosidad comprometida de su trabajo, fueran también un modestísimo homenaje póstumo a Leonardo Sciascia, uno de los escritores mas sabios e inquietantes de los últimos tiempos.

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Con una lógica no muy intrincada, entiendo que presentar un libro, aquí y en todas partes, es un acto terriblemente subjetivista, coloreado por simpatías previas al autor, como tal y como persona. Ni editor ni autor pensarían, para la presentación, en alguien que pudiera invitar a los lectores potenciales a que pasen de largo despectivamente cuando vean el título en los anaqueles o en las mesas de exposición de las librerías, hasta que el libro repudiado acabara en las bodegas donde los roedores y la humedad harían la crítica más irracional y devastadora. Así que, en este caso, presentar es recomendar. Yo recomiendo de entrada, sin vacilación alguna y hasta con entusiasmo, la lectura del libro La memoria de Sciascia, de Federico Campbell, pero espero dejar claro por qué, más allá de las obnubilaciones del afecto.
¿Y qué es La memoria de Sciascia? Procedamos por eliminación. Desde luego, no es un libro de crítica literaria ni de exégesis. Tampoco es una simple apología. De hecho, algo tiene de todo eso, pero no es lo definitorio. Es, creo, un amplio reportaje de investigación sobre la obra de Leonardo Sciascia (hay escasísimos apuntes sobre su vida, sobre sus hábitos cotidianos, sobre sus relaciones familiares, y ahora estas ausencias se hacen no sólo notorias, sino lamentables). Esa investigación se reforzó con sustanciosas entrevistas directas, personales, en Palermo y en Siracusa. Campbell es un escritor talentoso y un periodista avezado. Hace unos días me decía Emmanuel Carballo que un escritor puede ser un buen periodista, pero nunca a la inversa.
Es probable que el cordial energúmeno de Cuajimalpa tenga razón; en todo caso, Campbell parece confirmar esa idea. La memoria de Sciascia despierta en el lector la misma expectación que suscitaría una novela policiaca, quizá porque, en cierto sentido por su estructura, es una novela sobre novelas de ambiente judicial.
Campbell procura identificar desde el principio los temas fundamentales de Sciascia. Uno es la sicilianidad, que opone al sicilianismo de Lampedusa y le permite emplear la palabra sicilitudine, evocación del vocablo solitudine, que en italiano significa soledad. De modo que sicilianidad viene a ser soledad ampliada (y en una isla, además), y ya tenemos el escenario. Después, la herencia española y árabe, la Santa Inquisición, la mafia, el conflicto entre el individuo y el poder, la percepción de que todo poder, siempre, es inmoral, la invisibilidad del poder, la memoria. En cuanto a su "sistema solar", es decir, su universo de influencias literarias, están desde los enciclopedistas Diderot y Voltaire, hasta Borges, y pasan por Gogol, Anatole France, Stendhal, Cervantes y algunos otros. Pero están, sobre todo, Alessandro Manzoni y Luigi Pirandello.
A mi juicio, una vez establecido el medio físico, su historia y el peculiar carácter de los personajes, la temática de Sciascia podría reducirse a dos grandes asuntos: la identidad personal y el poder. De ellos derivarían, como subtemas, muchas otras preocupaciones del escritor siciliano.
No debe ser fácil vivir en Sicilia (si es que es fácil, hoy día, vivir en algún lado). Salvo por la fértil llanura de Catania, donde se levanta el Etna, y otras pocas zonas, en general es un país pobre, insuficientemente comunicado, con una precaria red hidrográfica, lluvias irregulares, escasas y mal distribuidas, calvos macizos montañosos, abatido a menudo por el oscuro siroco, que viene del África. Su economía es agrícola y minera, como hace siglos. Sin embargo, su historia es extraordinariamente rica, sacudida espasmódicamente por las más diversas dominaciones que a la postre han dejado un legado cultural valioso y múltiple y una mezcla racial e idiomática que en muy pocos pueblos puede observarse. Su aislamiento, su soledad, han obligado a Sicilia a volverse sobre sí misma, a singularizarse, empeño que, en una paradoja sólo aparente, la ha universalizado. Dice Sciascia: "Sicilia ofrece una síntesis, una representación de tantos problemas, de tantas contradicciones, no sólo italianas sino también europeas, que muy bien puede constituir la metáfora del mundo moderno".
Entre los sicilianos, la solitudine es asumida como una forma de ser uno mismo, de reencontrarse, porque "los otros nos apartan, nos seccionan, nos multiplican". Con los otros no se puede ser criatura, sólo personaje. Sin embargo, en el pueblo natal de Sciascia, Recalmuto, "se vive una vida tejida por la mirada obsesionante de los otros, con el juego dramático del ser y del parecer, el extravío de la identidad". Además, a escala nacional, otra característica social apunta en la misma dirección: la doblez (del latín duplare, de duplus, doble). "No hay cosa o acción en nuestro país que no esté viciada por la doblez. Se trata de una doblez propiamente constitucional, que brota del poder y se multiplica en perfecta circularidad, retornando al poder como una línea nueva, depurada de aquellos detritos y venenos que acaban abajo". Ya estas declaratorias están en clave pirandelliana, la clave que habría de fecundar la obra de Sciascia no como problema sociológico o filosófico (dominios en los que podrían darse serios cuestionamientos, como en efecto se dieron con Croce y con Gramsci), sino como hecho o fenómeno de la cotidianidad cuyas consecuencias pueden ser funestas. Afirma Sciascia, quien tenía quince años a la muerte de Pirandello: "mi naturaleza como escritor es siciliana y pirandelliana, ligada al drama de la identidad y de la relación, del no saber quién soy, del cómo aparezco entre los otros, del ser y del parecer. Así, para salir del drama, me he aferrado a la razón, una razón que linda con la no razón".
Luigi Pirandello, el premio Nobel de 1934, había nacido también en Agrigento (voz que, por su etimología, podría traducirse libremente como gente de la tierra), precisamente a unos cuantos kilómetros de Recalmuto. Es, sin duda, la figura más elevada del teatro italiano de este siglo, tan dominante que ha parecido ser el único dramaturgo de su tiempo, como, guardando las proporciones (si es que hay que guardar alguna), sucedió con Shakespeare en el teatro isabelino. Sciascia se puso conscientemente bajo su patrocinio, pero no para imitarlo o pugnar por igualarlo, sino sencillamente para aprovechar su técnica de juego de espejos, soliloquios y pérdida de la identidad. Y lo hizo con un asunto de la vida real, el del caso Canella-Bruneri, ya tratado por Pirandello en Come tu mi vuoi, obra estelarizada en el cine por Greta Garbo. El caso se inició en marzo de 1926, y Sciascia desempolvó los expedientes judiciales, revisó las investigaciones (peritajes, careos, testimonios, declaraciones), y el resultado fue un resurgimiento de las dudas, una nueva incertidumbre sobre la identidad de los dos personajes, y, en último análisis, una reflexión profunda sobre los engaños y traiciones de la memoria y una reconstrucción de la vida social italiana durante los años de consolidación del fascismo. De ese divertimiento salió la novela-encuesta de ambiente judicial, El teatro de la memoria, que yo no vacilaría en calificar de obra maestra. Naturalmente, Pirandello ya había llevado a escena sus obsesiones en obras anteriores, principalmente, tal vez, en Cosi è (se vi pare), La signora Morli, Una e due, Sei personaggi in cerca d'autore. Sciascia, aunque no de modo tan directo y expreso, había introducido antes muchas situaciones pirandellianas en otras novelas ya publicadas (por no decir en todas).
Porque, en efecto, después de conocer varios títulos, queda la impresión de que Sciascia no ha escrito sino un solo libro en el que los temas fundamentales (poder-justicia, identidad-memoria) se confunden, se enlazan entre sí y con los temas que de ellos se derivan. Lo ha dicho él mismo, sin rodeos: "...todos mis libros constituyen uno solo: un libro sobre Sicilia que toca los puntos más dolorosos del pasado y del presente y que gira en torno de la historia, de una continua derrota de la razón y de quienes se han visto afectados y destruidos por esa derrota".
De su "sistema solar" tomaría a los autores, antiguos o modernos, que mejor le sirvieran para cumplir su tarea. Por ejemplo, al Diderot que en sus Notas sobre la Enciclopedia, escritas para Catalina de Rusia, enumera a los enemigos declarados en esa magna obra revolucionaria: "la corte, los grandes personajes y los militares (que opinan siempre como la corte), los sacerdotes, la policía, los magistrados, los escritores a quienes no pedimos colaboración y muchas personas de sociedad o gente humilde que se dejaron arrastrar por la muchedumbre"; o bien al Diderot de La paradoja del comediante, en que la crisis de identidad del personaje llega a la esquizofrenia y se anuncia, por tanto, a Pirandello. Al Voltaire que ve en la crueldad, la injusticia, la ignorancia y el fanatismo, en todas esas "locuras del espíritu humano", a los eternos enemigos de la razón. ¿No es ese, acaso, el discurso de Sciascia, casi palabra por palabra? También al Manzoni de Los novios, obra que llevaba un apéndice titulado Historia de la columna infame, cuya lectura probablemente dio a Sciascia la idea, o lo afirmó en ella, de escribir siempre con una óptica policiaca.
Volver a la historia, que suele discurrir por el camino equivocado, exhumar viejos documentos y libros olvidados para buscar en ellos las razones de la derrota constante de la razón... Campbell lo dice muy bien: "Sciascia se asoma a la historia para asumirla como memoria, como un eterno presente dilatado, no interrumpido, continuo: el presente histórico de una humanidad que no logra aún cambiar los hábitos de la injusticia". Y el propio Sciascia confirma esa interpretación: "Los errores y los males del pasado nunca son pasado. Es preciso vivirlos y juzgarlos de continuo en el presente si queremos ser de veras historiadores. El pasado que ya no existe --la institución de la tortura abolida, el fascismo como pasajera fiebre de vacunación—pertenece a un historicismo de profunda mala fe, cuando no de profunda estupidez. Todavía existe la tortura. Y el fascismo sigue en pie, cuando menos hasta ahora".
Ahí está Sciascia entero, con su gran libro único y diverso, sus anhelos de un mundo en que las cosas pudieran no ser como son, y también, presumiblemente, un tanto perplejo ante sus desgarradores descubrimientos y comprobaciones.
En un pasaje del comentario sobre Muerte del inquisidor hay una frase casi incidental de Federico Campbell en la que tuve que detenerme, porque me llamó la atención; se refiere al "eterno problema que ni las sociedades políticas y civiles más evolucionadas, por no decir 'democráticas', han podido resolver: el de la policía". Esa idea, por cierto muy difundida, implica la hipótesis de que el problema puede ser resuelto bien por la sociedad política, bien por la sociedad civil o bien por un acuerdo entre ambas (o por una concertación, para asumir la modernidad lingüística). Pero, entonces, ¿de dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? Formalmente, la policía guarda el orden, pero cuidado con el orden, blasón de todos los dictadores; a veces el orden "evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo", dice Sciascia. Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho ni el más mínimo intento por resolverlo.
Para decirlo pronto, la policía no es ningún problema: para los poderes (que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias, que evidentemente son poder, aunque actúen en la sociedad civil), la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción, como cualquier otro cuerpo coercitivo. El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías. En el poder a nadie le importa realmente lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continúa contra sus antiguos congéneres. Si la policía roba, extorsiona, golpea, secuestra o mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.
Sciascia ha percibido todo esto claramente en El contexto. Cuando el presidente del Tribunal Supremo filosofa largamente con el inspector Rogas (que precisamente iba a proponerle mejores formas de protección personal ante una oleada de crímenes en que las víctimas han sido jueces), le dice que no se trata, ni se ha tratado jamás, de administrar justicia, sino de mantener a raya a la masa; la persecución de tal o cual culpable es algo ridículo, y en otro sentido, técnicamente imposible, además de que presupone la existencia de Dios (y Dios ha estado oculto durante tanto tiempo que ya podemos darlo por muerto), presupone la paz, "y estamos en guerra... Esa es la cuestión: la guerra". Que alguien haya o no cometido determinado delito es cosa que para los jueces nunca ha tenido la menor importancia: en el individuo, sea quien sea, se castiga al número. Y más adelante: "Una religión es verdadera, un gobierno es legítimo si llevan al hombre a un estado de culpa: en el cuerpo, en la mente". De ese estado se obtiene la culpabilidad, no de las pruebas objetivas. Semejantes teorías, en boca de un alto representante de la justicia, suenan cínicas, desvergonzadas, pero creo que nadie se atrevería a decir que corresponden sólo al reino de la ficción. No importa el funcionamiento más o menos ortodoxo del aparato judicial: importa que haya delincuentes, cárceles (en realidad penales, aunque ahora se les llame eufemísticamente reclusorios o centros de rehabilitación social), policías, papeleo burocrático como sucedáneo de la acción y, por supuesto, culpables, muchos culpables. Así la masa no olvida de qué lado está la fuerza, y no puede dudar sobre quién manda y quién obedece. Es diferente cuando las cosas tienen aunque sea una levísima tonalidad política. Entonces, según
Sciascia, "Nunca se sabrá ninguna verdad respecto de hechos delictivos que tengan relación, incluso mínimamente, con la gestión del poder". Esta es una proposición dramática, alucinante, que uno quisiera poder objetar o por lo menos restarle contundencia. En Italia nunca se sabrá quién mató al escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini, quién envenenó a Pisciotta, si la muerte de Enrico Mattei fue realmente accidental, quién puso la bomba en la Banca Dell'Agricoltura de Piazza Fontana, quién mató al editor Feltrinelli y quiénes, fuera del nombre genérico de Brigadas Rojas, ultimaron a Aldo Moro. En cuanto a México, en un impresionante juego de analogías, Federico Campbell hace una larguísima enumeración de casos que serán sepultados para siempre, entre los que está el del periodista Manuel Buendía.
A Sciascia lo imagino, y creo que lo mismo le ocurre a cualquiera que lo lea o conozca un poco de lo que sobre él se ha escrito, como un hombre más bien tranquilo, alejado del escándalo político o literario. Sin embargo, con sus libros El contexto y Todo modo, escritos entre 1971 y 1974, se vio envuelto en un escándalo mayúsculo años después, a propósito del secuestro y asesinato de Aldo Moro, jefe de la Democracia Cristiana y negociador del compromiso histórico con Enrico Berlinguer, dirigente del Partido Comunista Italiano. Sciascia fue señalado como instigador, como alguien que con sus libros contribuía a familiarizar a la sociedad italiana, y no sólo a los sicilianos, con el terror, la violencia y el crimen. Ese señalamiento era no sólo mal fundado, sino llanamente grotesco en un país que, precisamente por esos años, era pródigo en sectas revolucionarias y contrarrevolucionarias o derechistas, en que había una descomposición demencial de la vida política. Lo que hizo el escritor de Recalmuto, muy por el contrario, fue intentar explicarse el complejo tejido de relaciones en que se daban esos peligrosos fenómenos desintegradores. Pero los poderes son extraordinariamente melindrosos cuando alguien descubre sus cartas marcadas. En Todo modo no se sabe nunca quién es el culpable de los crímenes, pero no interesa averiguarlo porque sería inútil: todo ha sucedido entre cofrades y bajo encierro. En cuanto a El contexto, la muerte de los magistrados puede atribuirse a algún exrecluso resentido por haber purgado una pena siendo inocente, o a alguno de los grupúsculos terroristas que tenían en vilo a la sociedad. Esta novela se desarrolla en un país imaginario, que sin embargo es muy difícil disociar de Italia, hasta por la posibilidad de identificar a ciertos personajes de la vida política; pero, curiosamente, supongo que para regocijo de Campbell, hay en ella numerosos ecos de México. El partido de oposición dispuesto a compartir el poder se llama Partido Revolucionario Internacional, es decir, PRI; y Rogas, el excepcional inspector policiaco que tenía un sentido de la justicia, que amaba la literatura y creía en el derecho, cae acribillado en un museo, a los pies "del famoso retrato de Lázaro Cárdenas pintado por Velázquez", una obra maestra de la pintura mundial. Nosotros sabemos bien quién era el general, pero nos desconcertamos con ese Velázquez. No es, desde luego, el ilustre pintor sevillano contemporáneo de Rubens, porque él vivió en el siglo XVII. Y del Velázquez que conocemos, que sí convivió con el expropiador del petróleo, no hay noticia sobre sus aficiones pictóricas; en todo caso, evidentemente cada vez pinta menos.
Para concluir, debo expresar mi desacuerdo con la fórmula de Bufalino, harto rebuscada y barroca, que distingue entre el estilo húmedo de Lampedusa en El Gatopardo (y de otros escritores italianos demasiado enfáticos y empalagosos) y el estilo seco de las obras de Sciascia. No veo la sequedad. Veo el estilo justo para su inflexible voluntad cognoscitiva, para la temática y el género elegidos, para la eficacia en la transmisión de las ideas y de las emociones. Y en ese estilo veo también ciertos pasajes admirables por su ternura, por su belleza literaria, por su capacidad para conmover. Por ejemplo, cuando en Muerte del inquisidor habla del héroe social recalmutés Fray Diego la Matina, que fue llevado a la hoguera de la Inquisición atado con grillos de hierro a una fuerte silla de estaño, porque sus victimarios le tenían un miedo patológico, y comenta el autor, con apenas disimulado orgullo siciliano:
“¿Acaso el amor y el honor de pertenecer a la misma gente y de haber nacido en la misma tierra no nos turban cuando nos acordamos de que no cambió aspecto,/ no movió cuello, ni dobló cotilla?” Andando el tiempo, abolida la Inquisición, el legendario Fray Diego fue transfigurado en mártir. Por eso Sciascia termina así: "Un santo mártir. Pero nosotros hemos escrito estas páginas para dar otra imagen de él, para decir que era un hombre y que mantuvo alta la dignidad del hombre".