Sunday, December 03, 2006

Malgrado tutto

A estas alturas lo que se ha visto es que la mafia es un comportamiento, un modo de actuar, un modus operandi, una manera de hacer las cosas, un estilo. Por eso no era mala aquella aproximación metafórica –o analógica— que veía en los grupos literarios de los años sesenta en México un patrón de corte mafioso.
Pero en la realidad efectiva de las cosas, como decía Maquiavelo, la mafia no es una broma. Es una cosa tan seria como la muerte... o el poder. Es una bestialidad. Es una locura. Ni el Estado ni el gobierno ni los partidos ni los carabineros ni nadie han podido extirparla de la sociedad siciliana, es decir, de la comunidad italiana, a pesar de la detención en 1993 de Salvatore Riina. La Comisión Nacional Antimafia, fundada en 1963, y que presidió durante once años el abogado Giovanni Falcone, ha servido de mucho pero no ha cumplido con todos sus fines: ha topado con pared, con una pared de perdigones y cadáveres, con un muro de entrelazamientos entre personajes siniestros como Giulio Andreotti –nada menos que el jefe del gobierno— y las invisibles redes mafiosas. Y, por supuesto, la mafia ha llegado –aunque siempre estuvo allí— a Racalmuto, el pueblo donde nació y fue sepultado Leonardo Sciascia.
La noche del 24 de diciembre de 1991, la Nochebuena, la Navidad, cayeron batidos a balazos Salvatore Restivo Pantalone y su padre Giovanni. Ambos amigos de Sciascia.
Ciertamente Racalmuto siempre ha estado en territorio mafioso, es decir, en la Sicilia occidental, a un paso de Agrigento, en la zona que triangularmente van formando Caltanisetta, Empédocles, Agrigento, Castelvetrano, Montelepre, Corleone, Palermo, Trapani, Marsala; pero nunca en vida de Sciascia –al menos no le registra su obra— había habido en Racalmuto hechos de sangre de inequívoca impronta mafiosa.
Salvatore Restivo, homónimo del muchacho asesinado, desde 1985 me envía cada mes un ejemplar de Malgrado tutto (en español: “a pesar de todo”), el periódico de Racalmuto. Ya en el número de abril de 1991 el modesto órgano cultural del pueblo denunciaba una escalada criminal sin precedentes: “El pueblo puede ser el centro de un enorme tráfico de sustancias estupefacientes.” De pronto se rompió la pax mafiosa con el asesinato de Alfonso Burruano, un agricultor considerado el jefe de la mafia racalmutense. Supuestamente su homicidio se fraguó después de las órdenes que el anciano capo le había dado a los jóvenes de la mala vida, integrantes de alguna cosca (en español: “alcachofa”) nueva, un grupo no ya de la mafia rural sino de la internacional que mueve la droga. Racalmuto podría ser el cruce, a través de Favara, de varios envíos de heroína o cocaína provenientes de Alemania con destino a otros puntos de la isla, y de ahí la causa de la guerra mafiosa.
Se ha popularizado, pues, una noción laxa de lo que es la mafia. Por extensión o analogía así se le llama –en Matamoros, Tijuana, Nogales, Hermosillo, Culiacán, Guadalajara— a cualquier grupo fuerte y muy rico (que mueve millones de dólares) del crimen organizado y cuyo poder es tan grande que no se le dificulta tender relaciones de complicidad con policías judiciales, procuradores, funcionarios públicos y políticos priístas. Se llegó a creer en un momento que la mafia siciliana se parecía al cacicazgo mexicano, pero el paralelismo resultó sofístico: la mafia y el cacicazgo sólo se parecen en que establecen un gobierno de hecho en zonas en las que hay un vacío de Estado, pero una diferencia fundamental es que en la mafia se obedece a un rito de iniciación, a un pacto de sangre: el futuro “hombre de honor” tiene que pincharse con una espina de naranjo la yema del dedo índice, manchar una fotografía de algún familiar con la gota de sangre y luego prenderle fuego.
En diciembre se publicó en París un libro sobre el tema: Cosa nostra, una larga entrevista de Marcelle Padovani –corresponsal en Italia de Le Nouvel Observateur— con el procurador especial de la Comisión Antimafia Giovanni Falcone hasta 1991 y luego director de Asuntos Penales en Roma. “Hay que combatir a la mafia por razones sociales y económicas, nacionales e internacionales, pero también porque representa un sistema de poder diferente al del Estado, que quiere sobrevivir a pesar de y contra el Estado. Pero no se puede tener dos Estados de derecho”, dice Falcone a Marcelle Padovani.
En Cosa nostra, título de la edición francesa, la periodista y el funcionario del Poder Ejecutivo discurren sobre el trasfondo antropológico cultural de la mafia, sobre la moral de dos caras, la “duplicidad del alma siciliana”, la mafia como organización criminal y como modo de ser, como agrupación paralela con su propia “legalidad”. Pero es tal sensación de impotencia, el fracaso del Estado italiano contra la inextirpable y “honorable sociedad”, que los coautores del libro no tienen más salida que encomendarse a la paradoja de Scott Fitzgerald: que las cosas (la mafia) no tienen remedio y al mismo tiempo hay que hacer algo por remediarlas.
Giovanni Falcone vivió más de diez años en Palermo, como jefe de la Comisión Antimafia. Su oficina era un búnker custodiado por carabineros con chalecos antibalas y armados hasta los dientes. Luego de las declaraciones de Tommaso Buscetta en 1985, el primero que rompía la omertá (la “hombría”, la sagrada ley del silencio), los jueces consignaron a numerosos mafiosos, entre ellos a Michele Greco, el Papa de Ciaculli, el capo de capos, el gran jefe de la Cúpula.

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